Hacia una genealogía tecno-estética del gesto en Latinoamérica – Román Domínguez Jiménez

Hacia una genealogía tecno-estética del gesto en Latinoamérica
Towards a Techno-aesthetic Genealogy of Gesture in Latin America

Román Domínguez Jiménez[1]
Instituto de Estética, Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile

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Entre mediados de los años 1960 y principios de los 1970, el cineasta brasileño Glauber Rocha redactó, entre tantos otros escritos cortos, dos manifiestos que a pesar de su brevedad constituyen acaso uno de los más singulares análisis de lo que todavía podría llamarse hoy la cuestión estético-política de Latinoamérica. En el primero de ellos, Eztétyka del hambre[2], publicado por primera vez en 1965,  Rocha postula un cine que, para liberarse de la impostura colonial de formas artísticas, morales y políticas pretendidamente universales, tendría que mostrar el hambre de los países latinoamericanos[3]. Rocha entendía por ello un cine que, en oposición a lo que él denomina cine digestivo (un cine de casas bonitas, con gente de raza blanca y de clase media con problemas socialmente inocuos), tendría que asumir activamente una suerte de miserabilismo violento y provocador, el cual sería paradójicamente liberador[4]. En efecto, al contrario de un miserabilismo que podría llamarse, siguiendo la provocación de Rocha, de buena conciencia revolucionaria, y que ya estaba presente en aquellos tiempos por ejemplo en el cine de los argentinos Fernando Birri (Tire dié, 1960), Octavio Getino y Pino Solanas (La hora de los hornos, 1968), el miserabilismo que buscaba Rocha transmitiría  la violencia que implica la pobreza como la más alta manifestación del hambre[5].  Este hambre no sería solo un índice de indigencia, sino un signo de la necesidad de ser de los países oprimidos: así, en Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963) y Barravento (1962) del propio Rocha.

Al mostrar flagrantemente situaciones de opresión, de indigencia material y moral, de racismo (Deus e o Diabo na Terra do Sol, Rocha, 1964), de abuso de poder y de una sumisión intelectual que puede llegar hasta el absurdo frente a ensoñaciones políticas extrañas (Terra em transe, Rocha, 1966), este cine no-digestivo evidenciaría, como en una suerte de fuera de campo, la miseria moral de una sociedad que busca ocultar su miseria material para salvar las apariencias. También mostraría la esterilidad de un arte sometido demagógicamente a dictados externos, tan pomposos como ineficaces al momento de dar cuenta de la situación de dependencia y pobreza de Latinoamérica. La violencia de este cine, expresado en los autores del Cinema Novo brasileño, no sería para Rocha una que remitiría a un simple odio o resentimiento de clase por más justificado que éste fuera, sino a un amor no-contemplativo, un amor de acción y transformación, un amor insondable y agresivo que yacería en las entrañas de las existencias más indigentes de las tierras oprimidas[6].

Poco después, en su texto de 1971, Eztétyka del sueño[7], Rocha ya no piensa tanto en el cine, sino en la eventualidad de un arte radicalmente revolucionario. En contra de lo que pudiera pensarse, sobre todo en aquella época en que se buscaba la concientización política de las masas, este arte sería esencialmente irracional, y no estaría sometido a un programa militante[8]. Toda razón es opresiva para Rocha[9]. El punto culminante de esta irracionalidad sería la pobreza: para Rocha la pobreza es mística, porque no puede ser comprendida ni por el opresor ni aún por el pobre mismo, quien no llega a explicarse el absurdo de su situación[10].  Esta intuición de Rocha puede ser considerada tan terrible como magistral: el pobre puede quizá intentar racionalizar la pobreza y comprenderla socialmente, pero no podrá jamás explicar totalmente su pobreza ¿por qué precisamente a él o ella, como en un maltrecho designio divino, le tocó el hado de ser pobre? Rocha considera que sólo del conocimiento de esta situación extrema puede surgir la magia liberadora y de amor por la humanidad: un amor que se opone a toda razón. Rocha se niega a hablar más de estética, y prefiere hablar de una suerte de brujería y de trance estético que nos impida soportar más el absurdo de esta realidad[11]. Lo curioso es que, para Rocha, el ejemplo de esta empresa hechicera es Borges[12], un autor que en principio pudiera suponerse como eminentemente antirrevolucionario, individualista, intelectual, “burgués” de acuerdo a la invectiva tradicional marxista.

En efecto, las ficciones de Borges expresan por lo general el destino de individuos, siempre masculinos, que se enfrentan solos al destino, a la literatura, a la historia, a la muerte, pero sobre todo al tiempo, que es el gran tema de Borges, tanto en el cuento como en el ensayo y en la poesía. Y es conocido que las posiciones políticas de Borges se aproximaban más a la de un individualismo liberal que a las posturas radicales de izquierda de Rocha y de sus compañeros de ruta cineastas. De tal suerte que, en una lectura estricta, Borges estaría más cerca del cogito de Descartes, del amor sin correspondencia divina de Spinoza y del jardín individual de Voltaire que de Marx y sus discípulos latinoamericanos. Sin embargo, Rocha sorprende de nuevo con su intuición, porque en lugar de buscar como ejemplo de estética del sueño a un autor comprometido con las causas que cada vez más llamamos progresistas (pensemos en autores contemporáneos a Rocha: Cortázar, Sábato, Fuentes o García Márquez), Rocha escoge a Borges porque “superando esta realidad [absurda], escribió las más liberadoras irrealidades de nuestro tiempo”[13].

Si se sigue la lógica de Rocha, se puede conjeturar que lo más revolucionario en el arte y en la estética no es el compromiso militante, como tampoco una subjetividad conscientemente radical, sino la radical transformación de una situación por medio de un gesto que implicaría una generosidad violenta y arrolladora, absolutamente irreal respecto al estado de cosas: no la recuperación de una identidad, ni la conservación de un folclor, sino una acción singular que desactivaría toda identidad, todo folclor, toda razón, con un amor ilimitado y salvaje, que por el propio hecho de darse sería ya una afrenta a nuestro modo de actuar y de entender las cosas. Borges es inesperadamente eso para Rocha: un puro gesto de amor hacia la humanidad por las obras. No un amor explícito y sensual, sino el amor en el trance de la escritura, pues el amor como tema explícito es escaso en Borges, aunque menos en la prosa que en la poesía. Se puede inferir que, para Rocha, la escritura de Borges es en todo caso amorosa, porque ella labra misteriosa y voluptuosamente el amor como un acto de libertad contra su propia época. En este sentido, no habría gestos más inactuales, en el sentido de Nietzsche, es decir contra la época, contra la situación presente, que los de Borges: un laberinto que es el tiempo (El jardín de senderos que se bifurcan), un sueño que para el que sueña es más real que su realidad (El Sur), un punto que contiene todos los puntos (El Aleph), una salvación anónima (El milagro secreto), un soñador que es soñado por otro (Las ruinas circulares).

Sería relativamente fácil descartar la intuición de Rocha respecto a la estética del sueño y respecto a Borges como signos justamente de una época que se permitía soñar radicalmente, pero que ya no es la nuestra, como signos de un romanticismo revolucionario démodé. Pero lo que hasta ahora es un misterio es que, para Rocha, la irracionalidad, o si se quiere hasta la insensatez de Borges, se conectaría, quizá a pesar de Borges mismo, con la liberación de los oprimidos. Lejos de ser evidente, el pensamiento de Borges parece rehuir la propuesta de Rocha: Borges es un individualista que tiende hacia lo universal, y si bien, sobre todo al principio de su obra, Borges contribuye a crear una mitología propiamente argentina (el tango, las peleas de compadritos, el libro Fervor de Buenos Aires), lo cierto es que su interés tiende hacia las tradiciones clásicas o que le son lejanas: Grecia y Roma, las Mil y una noches, la vieja lengua sajona, las sagas nórdicas, las tradiciones de Persia y la India, la literatura europea. Y es sabido que en su texto El escritor argentino y la tradición[14], Borges fustiga el nacionalismo folclórico de sus contemporáneos y postula que la auténtica tradición de un país “nuevo” como la Argentina es la influencia desacomplejada de Occidente y la recepción de otras tradiciones[15]. Hay así pocos indicios de un latinoamericanismo activo de Borges (esto, a pesar de su asidua colaboración en la revista Sur, que sí era activamente americanista), aún menos de un latinoamericanismo suyo de izquierda, explícitamente revolucionario y de corte marxista. Pero quizá habría que ver más de cerca la propuesta de Rocha: lo que a éste interesa es el inconformismo de Borges tal y como se expresa en su escritura, su secreta generosidad respecto a su tierra. Pues no se trata tanto para Rocha como para Borges de presentar una realidad a conveniencia de un alma bella latinoamericana falsamente radical, acomodaticia con un discurso de causas nobles, sino de producir la realidad a través de un trance completamente irracional y liberador.

Se puede conjeturar que, bajo el influjo de Borges, se trata para Rocha de configurar una realidad que revindique más que una emancipación plebeya de los colectivos latinoamericanos frente al patriciado, un triunfo de la bastardía de sus pueblos frente al discurso que hace de Latinoamérica una continuación apacible o un apéndice de Occidente, pero también frente al discurso radicalmente identitario, nacionalista o latinoamericanista, que solo puede conjeturar una liberación de fachada, digestiva, para retomar el peyorativo de Rocha, así se postule como un discurso de la multiplicidad de pueblos y etnias o de un mestizaje “exitoso”. Pues bajo el pretexto de forjar una identidad distinta, en ruptura con Occidente, se escondería la redundancia tardía de la idea romántica occidental de una comunidad nacional, étnica o continental y bajo ésta, el supuesto de una metafísica de filiación, cuyo ejemplo en México sería la raza cósmica propuesta por Vasconcelos. Pues no es dable esperar una emancipación real y amorosa como la que busca Rocha ahí donde se reproduce una estructura que se vincula intelectualmente, pero también de modo fantasmagórico con un ancestro a la medida: aztecas, mayas, incas, mapuches, criollos, africanos. La victoria del esclavo es pírrica si se conservan los valores del amo. Es la reproducción de lo que Benjamin (1921) llamaba círculo mítico de la violencia y también de lo que Nietzsche denominaba el último hombre en su Zaratustra.

Octavio Paz tuvo una intuición importante a este respecto en El laberinto de la soledad: los mexicanos serían hijos de la chingada, es decir hijos de una madre indígena, ultrajada y violada por el conquistador[16]. Se puede reprochar a Paz que esta postulación es demasiado general y, si se quiere, ontológica. No lo sería si se extrae de ello no tanto un “ser” del mexicano, sino una condición psicosocial o, para decirlo como Simondon, una situación transinvididual, en nuestro caso de los pueblos ofendidos del subcontinente, que no sería ni una pura comunidad de acción, ni una “identidad de representaciones conscientes” (248)[17], sino un mixto de representación y acción, una comunidad de expresión “afectivo-emotiva”[18] que estaría siempre a punto de desbordar la estructura de filiación. Resulta que el esquema de oposición plebe-patriciado es universalista y deriva obviamente de la Roma antigua. Pero el plebeyo era también un romano, luego entonces podía reclamar las prerrogativas de su filiación ciudadana: es el caso de la figura del tribunus plebis de la república romana. Es quizá esta imagen que se repite como tema de autenticidad y filiación en la dialéctica del amo y del esclavo hegeliana y en la lucha de clases marxista. No así para el hijo de la chingada, que es resultado del abuso, un “bastardo” marcado, como el pobre según Rocha, por una ilegitimidad de origen, incluso más si se trata de una mujer “bastarda”, como Fausta, la protagonista de la La teta asustada (2009) de Claudia Llosa, quien sufre el extraño mal que da nombre a la película por ser hija de una violación en los tiempos del terrorismo en Perú. Quizá esta figura de los hijos de la chingada señalada por Paz puede operar no como un arquetipo a evidenciar históricamente y a superar por medio de un pensamiento y de una acción dialécticos, sino como un inmemorial, una suerte de Urszene, escena primordial freudiana[19], que recubre la suerte del hambre latinoamericana. Dicho de otra manera: la plebe busca representación y legitimidad; el bastardo no lo puede hacer, porque está expulsado de éstas no solo desde su nacimiento, sino por nacimiento.

No se tratará, si se sigue una lógica bastarda, de reclamar legitimidad alguna, que es el origen de toda razón, sino de desactivar todo intento de legitimidad. Se tratará más bien de clamar que se es hijo o hija de Caín, de expresar en un acto furioso que no se es aquellos y aquellas que se nos hacía pretender creer. No se trata de romper vínculos, o de sustituirlos por otros, sino de romper la lógica de legitimación y de la herencia, a la manera en que Deleuze y Guattari hablaban de una participación contra natura de las bandas de brujos y de licántropos que se se expanden por medio de un contagio que se opone a la herencia, como epidemia que se opone a la filiación[20]. Es así cómo podría operar el contagio de la violencia de la pobreza en Rocha: no por la comprensión de la razón de los oprimidos, sino por expresión de la sinrazón de una circunstancia abyecta e insoportable. No se puede vencer la moral del opresor con la moral de los vencidos, pues toda moral, como toda razón, es de un vencedor, así se presente como víctima. Se trata entonces de evidenciar y de introyectar interindivualmente (es decir, más allá de la representación social) el amor más absurdo para desestabilizar una estructura violenta y sin amor y formar otra cosa, que acaso será siempre efímera, pero efectiva, un gesto que nos obligue a dejar de vivir de una manera digestiva y de una manera pretendidamente revolucionaria, que son como las dos caras de Jano del nihilismo latinoamericano.

Se puede deducir así que lo que interesó a Rocha de Borges es su gesto literario, que por el hecho de ser gesto, deja de ser solo un pasaje magistral que se inscribe en la historia de la literatura para convertirse en una suerte de hechizo para todos aquellas y aquellos que hemos sido afectados por su obra. No se puede vivir del mismo modo si se ha percibido el amor que ronda en los textos de Borges, como tampoco se puede aceptar la realidad tal y como se nos ha presentado si se han leído los textos y si se ha captado el misterio en las películas de Rocha. No se trata de postular los gestos de Borges y de Rocha como aquellos de un arte comprometido, si entendemos por ello un cierto modo de ejemplaridad estético-política correlativa una experiencia y a una degustación relativamente pasiva de imágenes y eventos, que es también una cierta forma de pedagogía sensible del colectivo que quizá está por caducar frente al golpeteo incesante de la tecnología digital. Se trata de comprender gestos que, como los de Borges y Rocha, no solo cortocircuiten el pensamiento, como lo haría acaso toda obra artísticamente importante, sino que afecten la sensorio-motricidad misma al ponerla toda ella en un trance inmarcesible más allá de lo que se ha entendido comúnmente por experiencia estética: como gestos tecno-estéticos que se realizan y que superarían quizá la esfera del arte, entendida ésta como pedagogía de un mundo futuro, y en esa medida separada necesariamente del mundo presente. En este sentido, la gestualidad tecno-estética sería esencialmente anti-adorniana, pues no se ocupa del arte como esfera ejemplar que excluye y resiste a todo compromiso con el uso banal y profano de las cosas tal y como lo dicta Adorno[21], sino de los trances gestuales que extraen incluso de las ejecuciones más inocuas de obediencia, de sumisión y acatamiento, las violencias más liberadoras y generosas. Esta es la paradoja que nutre y une subterráneamente los trabajos de Rocha y de Borges: Terra em transe de Rocha es la construcción de la paradoja que libera al mostrar la sumisión intelectual y gestual de sus personajes a dictados tan absolutos que se vuelven absurdos. El relato Tres versiones de Judas de Borges sugiere que el sometimiento de Judas a su abyecta misión obedece acaso a la generosidad más amorosa que pueda extraerse de un designio divino[22]. Estas paradojas implicarían gestos tecno-estéticos en la medida que son fanerotecnias[23], es decir, no muestran lo que es un gesto liberador en general, sino que el gesto liberador solo se muestra en su singularidad frente a lo que es el uso digestivo general de una superficie de reproducción técnica: la escritura en Borges, el cine en Rocha, oponen a las fantasmagorías de la razón digestiva un trance fanerotécnico, que usa la técnica como superficie de inervación gestual, como en un viaje iniciático, como en un ritual chamánico del colectivo.

No hay pobreza sin servidumbre, y no hay servidumbre sin humillación, es decir, sin obediencia debida a un orden que ofende y lastima. Por eso toda pobreza es humillante y reclama, a la manera de la otredad en Lévinas, ser liberada total y absolutamente, más allá de la comprensión intelectual o artística de una situación. Se puede así lanzar la hipótesis de que no puede haber una ontología finalizada de la pobreza, sino que la pobreza marcaría la podredumbre de la razón ontológica al momento de comprender el misterio de la humillación. La pobreza no espera ni puede esperar un cambio en la sensibilidad, ella reclama gestos liberadores que, como aquellos de las paradojas fanerotécnicas de Rocha y de Borges, no se limiten a ser ejemplares y pedagógicos, sino que en su ejecución “amorosa y bastarda” desactiven tecno-estéticamente toda comodidad del ejemplo artístico, todo dictado de lecciones “críticas” desde lo alto, toda hermenéutica infinita de la imagen. Todo esto, en favor de una afectación e inervación de la corporalidad que impida la regresión hacia una sensorio-motricidad anterior, eminentemente digestiva, en la que el arte acostumbraba dar lecciones de porvenir. Ya que resulta que la clase media permeada por la cultura académica y universitaria consume arte, teoría y compromisos políticos como quien consume ira, hybris: una mala digestión infinita que no puede cambiar lo esencial. Pues el postulado inconfesable de dicha digestión es el consumo voraz de lo sensible, del arte, de la cultura como si no hubiera desde antaño técnicas filosóficas para la digestión de contenidos espirituales y estéticos. Lo que Rocha llama digestivo es paradójicamente lo propio de una sensibilidad enfermiza, una sensibilidad que no termina por digerir algo. En esto reside la observación que Clément Rosset lanza a partir de Nietzsche: el mal rumiante rumia sin cesar la desdicha, sobre todo si es ajena, sin llegar jamás a digerirla, a asumirla, a pensarla. Por lo mismo, tampoco puede asumir la dicha. Mientras que el buen rumiante conoce tanto la dicha como la desdicha, porque puede pensarlas y digerirlas[24]. En este sentido, pensar algo es saber digerirlo, asumirlo. La tecnoestética, tal y como es propuesta por Simondon[25], es quizá el principio de una estética generosa que, por raro que parezca, busca dar antes que sentir, que busca hacer, aliviar la digestión antes que ser consumida; es quizá la estética que puede ayudarnos a comprender y eventualmente a ejecutar los gestos como generosidad del acto pleno: “La tecnoestética no es solamente la estética de los objetos técnicos. Es la estética, en igual profundidad, de los gestos y conductas realizados”[26].

Resulta que la tecno-estética de Simondon es ya menos una estética de la contemplación que una estética del uso, de la acción, de una performatividad activa, sensorio-motriz si se quiere: “la tecnoestética no tiene como categoría principal la contemplación. Es en el uso, en la acción, cuando se convierte en orgásmica, de algún modo, medio táctil y motor de estimulación”[27]. Con este postulado, la tecnoestética rompería definitivamente con lo que Jean-Louis Déotte nombra, inspirado en una observación del crítico de cine Serge Daney, principio de la rampa[28]. Para Déotte, la rampa (o “proscenio” en la traducción al castellano[29]) designa el principio de división entre actores y público propia a Occidente. Para Déotte[30], la rampa se constituyó a partir de la configuración del teatro griego antiguo, entre la skené, el lugar de los actores, que pasará con el tiempo a ser la escena, la pantalla, el cuadro, la imagen, por un lado y por otro, el koilon, la grada, el lugar del público, que pasará a ser el lugar del sujeto, del espectador “pasivo”, del consumidor. Cuando la división estética y técnica de la rampa se debilita, como en el cine según Benjamin, la diferencia entre el actor y el público pasivo tiende a desvanecerse. De acuerdo a Déotte[31], el cine habría sido para Benjamin la configuración estético-técnica que permitiría ya traspasar la “rampa”, como quien pasaría “del otro lado del espejo”, puesto que el colectivo podía ya reclamar su derecho a ser filmado[32]. Pero es quizá solo con la configuración digital de la experiencia, que el principio de la rampa se presentaría en retirada irrevocable, como una impostura que ya está siendo derribada por el colectivo, no solo como una tarea revolucionaria que abatiría las imposturas de la industria de los medios, sino como un tsunami que a su paso tiende a desactivar la diferencia y la jerarquía entre actores y productores por un lado, y espectadores y consumidores por el otro. A tal punto que la idea del arte como pedagogía de la emancipación que se transmite como un don que el artista comparte con un público no-artista tiende a derrumbarse. Que el capital se haya apropiado de gran parte de este impulso, por ejemplo, a través de plataformas de contenidos, no debe ser visto como una novedad (tampoco sería algo para celebrar, ciertamente), sino como el signo complejo de una oportunidad inédita para el colectivo de la apropiación de fuerzas que le han sido incesantemente confiscadas.

Lo anterior solo puede entenderse si se desactivan las ideas que todavía nos hacen comprender la estética en su acepción moderna, como el proyecto de la emancipación de la sola sensibilidad, y comenzamos a reconocer que la emancipación completa y eficaz no puede limitarse a las potencias del intelecto y la sensibilidad (cuya división por otra parte obedece todavía al esquema hilemórfico occidental), sino debe incluir también la esfera sensorio-motriz. La clave ya ésta en Las cartas sobre la educación estética de Schiller[33]: la herida que la razón ilustrada ha impuesto a la esfera sensible de la humanidad solo puede ser superada por el impulso de juego (Spieltrieb), que desactiva, armoniza y modula los impulsos enfrentados, desde tiempos inmemoriales, de la forma (la razón) y lo sensible (el cuerpo, la materia)[34]. El juego, en sentido estricto es esencialmente sensorio-motor, y es quizá solo como juego tecno-estético que se puede aspirar a una cosmotécnica propiamente dicha, o a una cosmética tal y como la entiende Déotte: como la esfera en la que la humanidad se da un orden y produce sus apariencias su mímesis más allá del puro ámbito sensible, en concordancia con el Cosmos[35].

No habría que comprender la producción de apariencias únicamente como una producción de imágenes. Incluso si el término imagen puede convenir para designar los productos eminentemente audiovisuales, la producción de apariencias tiene que ver más, sobre todo en la era digital, con la producción de gestos. Pero ¿qué es un  gesto? Un pasaje del autor latino Varrón le sirve a Agamben para apuntar que el gesto es un modo de acción que no se reduce a ser un medio para un fin (poiésis), ni un fin en que se cumple en la acción (praxis)[36]: caminar para desplazarse es un acto poiético; caminar para estar sano o para acometer la marcha de la revolución es una praxis de lo saludable o una praxis revolucionaria respectivamente. Pero cuando el caminar se libera de la poiésis y de la praxis, se convierte en danza, es decir en gesto: “Si la danza es gesto es, precisamente, porque no consiste en otra cosa que en soportar y exhibir el carácter de medios de los movimientos corporales. El gesto es la exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal[37]. Agamben, que no es un autor que centre su trabajo en la filosofía de la técnica, reconoce y propone que en el caso del cine se vuelve necesario hablar más de gestos y no de imágenes, porque las imágenes de la tradición anterior al cine (el teatro y la danza, que son anteriores al cine, también son portadoras de gestos más que de imágenes), son como gestos paralizados, fragmentados que exigen su liberación y cumplimiento: “Porque en toda imagen opera siempre una, suerte de ligatio, un poder paralizante que es menester exorcizar, y es como si de toda la historia del arte se elevara una muda invocación a la liberación de la imagen en el gesto”[38].

Es como si Agamben reconociera que el gesto no puede ser en el fondo sino el aspecto sensorio-motor que desborda la imagen. No una sensorio-motricidad poiética o práctica, sino una sensorio-motricidad liberada. Ello no implica que en la imagen no haya gesto, sino que la imagen en su origen es un gesto incompleto que exige ser liberado, ejecutado. Y es que el término gesto proviene del verbo latino gerere que es producir, exhibir y soportar. La imagen, en tanto que imagen, solo puede exhibir, pero nunca soportar, acometer; en tanto que gesto, la imagen solo puede exigir su ejecución, pero no cumplirla, pues la imagen siempre estará del otro lado de la rampa. solo el gesto, en tanto que gesto, ejecuta y exhibe soberanamente, solo él cumple algo en el mundo o hace desaparecer el mundo sin someterse a rampa alguna, a una razón externa o incluso a un dictado de la conciencia: “si dos se besan / el mundo cambia […] el mundo cambia / si dos se miran y se reconocen”, dictaminó Octavio Paz en Piedra de sol; mientras que Nicolás Gómez Dávila escribió: “Un gesto, un gesto  solo, basta a veces para justificar la existencia del mundo”; en tanto que Borges hace desaparecer al mundo en el gesto final de su poema tardío El enamorado: “Debo fingir que hay otros. Es mentira. Sólo tú eres. Tú, mi desventura / y mi ventura, inagotable y pura”. Y es que el gesto, como señala Yves Citton, nos traiciona y debe traicionarnos, él está más al interior de nosotros mismos que nuestra propia conciencia[39]. El gesto exhibe y soporta lo que somos más allá de nosotros mismos, a pesar de nosotros: el gesto desborda la rampa interior que es nuestra conciencia.

Es por ello que para una tecno-estética del gesto, los gestos de crueldad, de abyección, de humillación, de poder, de inhumanidad, también exhiben y acometen el carácter medial de una acción y de su ejecutor, y por ello deben ser también estudiados, quizá con más atención que los gestos de nobleza y amor, y a la par de los gestos liberadores, pues al final del día todo gesto expresa un drama en que se juega la suerte del amor, del odio y de la indiferencia. Hay evidentemente gestos fascistas, pero quizá no puede haber en el fondo una comprensión fascista del gesto, porque el fascismo, ya como doctrina o bien como gesto, es la negación de la humanidad del otro o la otra. Mientras que el gesto es la humanidad en acto, en su indigencia o en su exuberancia, en su gloria o en su humillación, en su generosidad o en su podredumbre, en su inocuidad o en su nobleza, situaciones que el fascista, por propia elección, se ha negado a intentar comprender: humanidad animal más bien que post-humanidad, porque los animales también gesticulan, acaso también humanamente.

Un estudio tecno-estético de la gestualidad contemporánea no puede pasar por alto los acontecimientos que nos hacen efectivamente contemporáneos los unos a los otros. Lo que nos hace contemporáneos no es quizá, como lo supone Agamben, lo que hace ver las tinieblas del presente[40], sino lo que nos obliga a reconocernos como distintos de lo que fuimos o de lo que estamos dejando de ser, lo que nos obliga a reconocer que hay algo común hoy en día que es distinto a otras épocas. Lo que es distinto en esta época es que nuestra sensorio-motricidad está siendo, imbuida y aparatada por la técnica digital, es decir que el ámbito de nuestra gestualidad, si se entiende que puede ser contemporánea, tiene que resolverse en el medio digital, el cual funciona como una superficie de inscripción, de reproducción[41], de exhibición y de expresión común a todos y a todas. Se trata de un medio que en principio niega la soberanía, la libertad, de todo gesto, puesto que no hay desapropiación mayor que la obligación de expresarse siempre con el gesto correcto. Pues es como gesto, y no como otro tipo de acción, que el medio digital obliga a manifestar nuestra existencia: un like, un meme, un emoji, un streaming de youtube, un post, un paper en una revista indexada, pueden ser comprendidos como gestos que buscan expresar obligadamente quienes somos frente a los otros. Como nunca en la historia de la humanidad, vivimos en la fantasmagoría de un medio gestual que se presenta tan absoluto como autoritario. Solo un gesto a la vez liberador y fanerotécnico puede devolvernos las potencias sensorio-motrices confiscadas al oponer a esta fantasmagoría digestiva el trance de un chamanismo bastardo, tanto más si se es latinoamericano, porque la bastardía es nuestra condición inmemorial.

El universo digital ha cambiado ya nuestra sensorio-motricidad: ya no nos movemos, ya no pensamos, ya no nos expresamos no solo de manera diferente a la de nuestros ancestros, sino tampoco como lo hacíamos hace tan solo algunos años. No sabemos todavía cómo tendrían que ser los gestos correctos propiamente latinoamericanos en contra de la corrección gestual a la que estamos sometidos. Lo que sí sabemos es que estos gestos tendrán que ser a la vez fanerotécnicos, bastardos, furiosamente opuestos a la violencia implícita en toda fantasmagoría digestiva. Tendrán que ser como el gesto que ocurre casi al final del mediometraje Agarrando pueblo (1977) de los colombianos Carlos Mayolo y David Ospina, y que puede ser visto como el gesto cinematográfico más importante para una probable genealogía tecno-estética de la gestualidad latinoamericana. Agarrando pueblo es un falso documental que expresa dos puntos de vista en dos cámaras: uno en color, que expresa la filmación fingida de un documental que dos cineastas hacen de la “realidad” de la ciudad de Cali por encargo de una cadena de televisión alemana, y otro, en blanco y negro, que filma como filman en realidad los dos cineastas. En resumen, las tomas en color muestran como los cineastas quieren mostrar la realidad de su ciudad, y las de blanco y negro muestran todo lo que tiene que pasar para mostrar esta realidad.

Como el encargo de la cadena alemana es mostrar la realidad “tercermundista” de Cali, los dos cineastas de Agarrando pueblo se abocan a filmar de manera grosera e invasiva a los miserables de la ciudad: mendigos, faquires, locos, niños que se desnudan para recoger unas cuantas monedas que les son tiradas en una fuente, gente muy pobre y necesitada en general. Lo que la cámara muestra es la insondable hipocresía, la “pornomiseria” de acuerdo a Mayolo y Ospina, que hay detrás de la realización y consumo de proyectos supuestamente comprometidos. Hacia el final del filme, los cineastas del relato contratan a una familia para que actúen de “pobres” en una entrevista fake frente a una cabaña miserable de madera que hace recordar a los cineastas la “antropología de la miseria” de Oscar Lewis. Pero inesperadamente llega el propietario de la cabaña: un individuo de mediana edad, realmente miserable, que violentamente interrumpe el rodaje y se enfrenta a los cineastas. Cuando uno de estos le ofrece un pago en billetes, el hombre se limpia el trasero con uno de estos, y luego expulsa desaforadamente de su hogar a todos los miembros del equipo de filmación. Al final, Mayolo y Ospina muestran que todo ha sido actuado, y entrevistan al “miserable”: un hombre del pueblo cuyo nombre real es Luis Alfonso Londoño y que confiesa que la parte que más le gustó es el momento en que tuvo el raro “privilegio” de limpiarse el trasero con dinero. El gesto de Mayolo y Ospina sería bastardamente liberador porque mostraría fanerotécnicamente, a través de un juego doble de cámaras, cómo se construye de ordinario un discurso filisteo sobre la miseria a los dos lados del Atlántico: los europeos que solo quieren ver la miseria ajena para sentirse comprometidos y los latinoamericanos que se la venden como un producto que en nada beneficia al pobre, pero que quizá también lava un poco la conciencia al tiempo que se obtiene un ingreso pretendidamente legítimo. Evidentemente se trata en Agarrando pueblo de una sátira, pero que muestra que el auténtico gesto liberador solo puede ser completo si se muestra, en un trance, en que condiciones técnicas y éticas un discurso, una imagen, una fantasmagoría, un gesto, es construido.

Agarrando pueblo muestra, como lo habría querido Rocha, que la realidad real de la pobreza no puede ser mostrada bajo la figura de la verdad última que, como la razón, también es de los poderosos, sino de lo que Deleuze, recordando justamente a Rocha, llama fabulación[42]. Es como fabulación, es decir como expresión de la gestualidad un pueblo más allá de toda razón, que el misterio de la pobreza puede hacer subir a la superficie el inmemorial bastardo, la Urszene, que constituye nuestra condición y nuestra vergüenza propiamente latinoamericanas. Solo siendo contemporáneos de esta humillación absurdamente fundadora podremos aspirar a reconocer que no somos los que nos han querido hacer creer, ni lo que acaso alguna vez aspiramos a ser antes de la era digital, sino paradójicamente, orgullosamente bastardos y bastardas, es decir, que no aspiramos, porque quizá no podemos ni queremos aspirar ya, a ser reconocidos ni por identidad ni filiación impuesta alguna, así sea la de pretendidas teorías liberadoras. Solo de gestos bastardos podrá surgir un amor latinoamericano inédito que desactive toda humillación inmemorial para volver a vincular tecno-estéticamente nuestra sensorio-motricidad con el Cosmos. Porque acaso el Cosmos mismo no es para los mancillados de origen, sino la apropiación gestual en que se resolverá la iniquidad que les viene desde la noche de los tiempos. Consecuentemente, la labor de una tecno-estética latinoamericana deberá ser la de encontrar y difundir los gestos que en la interacción con el mundo digital acometan y ejecuten la tarea de demolición de toda teoría digestiva y de todo gesto digestivo, a favor de la sinrazón sensorio-motriz bastarda y soberana, que a pesar de todo, nos constituye.

 

[1] Doctor en filosofía por la Universidad de París 8. Profesor del Instituto de Estética, Facultad de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile. Es autor de artículos y ensayos en torno a la filosofía del cine y las relaciones políticas entre la estética y la técnica contemporánea. Es también autor del  libro Technopolitique du geste contemporain. Vivre et penser le naufrage numérique (París: L’Harmattan, 2021) y editor del libro Estética y deporte (Santiago de Chile: Ediciones UC, 2021).

[2] Glauber Rocha, “Eztétyka del hambre”, en La revolución es una Eztétyka, trad. Ezequiel Ipar y Mariana Gainza (1965; repr. Buenos Aires: Caja Negra, 2011), 29-35.

[3] Rocha, 31.

[4] Rocha, 32.

[5] Rocha, 33.

[6] Rocha, 34.

[7] Glauber Rocha, “Eztétyka del sueño”, en La revolución es una Eztétyka, trad. Ezequiel Ipar y Mariana Gainza (1971; repr. Buenos Aires: Caja Negra, 2011), 135-140.

[8] Rocha, 138.

[9] Rocha, 138-139.

[10] Rocha, 138.

[11] Rocha, 140.

[12] Rocha, 137, 140

[13] Rocha, 140.

[14] Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, Obras completas (1932; repr. Buenos Aires: Emecé, 1974), 267-274.

[15] Borges, 272.

[16] Octavio Paz, El laberinto de la soledad (México: Fondo de cultura económica, 1950).

[17] Gilbert Simondon, L’Individuation à la lumière des notions de forme et d’information (Grenoble: Jérôme Millon, 2005), 243. Las traducciones del francés son mías.

[18] Simondon, 243.

[19] Sigmund Freud, De la historia de una neurosis infantil (el “Hombre de los lobos”), Obras completas, Vol. XVII (1917-1919), trad. José L. Etcheverry (1918; repr. Buenos Aires: Amorrortu, 1986), 38.

[20] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille Plateaux. Capitalisme et schizophrénie 2 (París: Minuit, 1980), 295.

[21] T. W. Adorno, “Arte, sociedad, estética”, en Teoría estética (Madrid: Taurus, 1971), 9-28.

[22] Jorge Luis Borges, “Tres versiones de Judas”, en Ficciones, Obras completas (1944; repr. Buenos Aires: Emecé, 1974), 514-518.

[23] Gilbert Simondon, “Reflexiones sobre la tecnoestética”, en Sobre la técnica. 1953-1983 (1982; repr. Buenos Aires: Cactus, 2017), 368.

[24] Clément Rosset, La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y Cioran (Madrid: Acuarela libros, 2000), 51.

[25] Simondon, “Reflexiones sobre la tecnoestética”, 365-382.

[26] Simondon, 378.

[27] Simondon, 370.

[28] Jean-Louis Déotte, L’époque des appareils (París: Lignes / Manifeste, 2004), 267.

[29] Jean-Louis Déotte, La época de los aparatos (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2013), 269.

[30] Jean-Louis Déotte,“Théâtre, appareil(s), medias. Notes à propos de l’article de Sophie-Aurore Roussel, Le théâtre, un « appareil originaire » ?”, Appareil 21 “Le théâtre comme appareil” (2019): s/p. Véase también el artículo de Sophie-Aurore Roussel sobre la configuración arquitectónica del teatro griego antiguo que inspira a Déotte: Sophie-Aurore Roussel, “Le théâtre, un « appareil originaire » ?”, Appareil, “Articles”,  (2016): s/p; y el libro de Florence Dupont que a su vez inspira tanto a Déotte como a Roussel: Florence Dupont, Aristote ou le vampire du théâtre occidental (París: Aubier, 2007).

[31]  Jean-Louis Déotte, L’époque des appareils, 266-267.

[32] Walter Benjamin,“La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” [Primera redacción], en Obras, libro 1, vol. 2 (1935, repr. Madrid: Abada, 2008), 33.

[33] Friedrich Schiller, “Cartas sobre la educación estética del hombre”, en Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre (1795, repr. Madrid: Anthropos, 1990), 110-381.

[34] Schiller, 224-225.

[35]  Jean-Louis Déotte, Cosmétiques. Simondon, Panofsky, Lyotard (Saint-Denis La Plaine:  Éditions des maisons des sciences de l’homme associées, 2018) 5.

[36] Giorgio Agamben, “Notas sobre el gesto”, en Medios sin fin. Notas sobre la política (Valencia: Pre-textos, 2001), 53-54. El pasaje de Varrón citado por Agamben corresponde a De lingua latina, VI, VIII, 77.

[37] Agamben, 54.

[38] Agamben, 52.

[39] Yves Citton, Gestes d’humanités. Anthropologie sauvage de nos expériences esthétiques (París: Armand Colin, 2012) 15.

[40] Giorgio Agamben, Qu’est-ce que le contemporain ? (París: Payot-Rivages, 2008) 19.

[41] Déotte, Cosmétiques. Simondon, Panofsky, Lyotard, 9.

[42] Gilles Deleuze, L’image-temps. Cinéma 2 (París: Minuit, 1985) 289.

 

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Mayolo, Carlos;

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_________________ Deus e o Diabo na Terra do Sol, Brasil Copacabana Filmes, 1964.

 

_________________ Terra em transe. Brasil, Difilm, Mapa Filmes, 1967.